Hace tiempo que pienso que se ha perdido la buena educación.
Ya nadie abre la puerta y deja pasar a la otra persona.
Ni cede su asiento en el autobús a las personas mayores, lesionadas o embarazadas.
A nosotros nos enseñaron a hacer todo eso, e incluso te sentías hasta mal si no lo hacías.
Nos creemos demasiado ocupados, viendo el Facebook con el móvil, o mirando hacia la ventanilla pensando en las musarañas.
Nos parece poco agradecimiento que la otra persona nos ofrezca una sonrisa a modo de reconocimiento.
Yo creía que eso sólo estaba ocurriendo con las nuevas generaciones, pero no. Hoy me han demostrado que mal educados hay en todas partes, de cualquier género, raza o religión.
Como cada domingo, he ido a comer a casa de mis padres.
En la puerta del portal estaba una señora de color muy emperifollada, con un vestido muy llamativo, y que esperaba a que le abrieran la puerta.
Y al lado de ella había dos “hermosos señores”, vestidos de color negro luto, luciendo unas ostentosas cadenas de oro, y que tenían mucha prisa por entrar, de etnia yo diría que rumana.
La cosa ha empezado mal cuando he dicho “buenos días”, y solo la señora me ha devuelto el saludo. Los otros dos se han limitado a mirarme de arriba abajo, como diciendo, chaval estamos nosotros antes.
Como tengo llave he intentado abrir la puerta de manera educada, pero uno de ellos, con la cara a medio afeitar y un ligero tufillo a alcohol mezclado con colonia barata, se me ha cruzado sin decir palabra y ha abierto él.
De camino al ascensor uno de ellos ha decidido subir por las escaleras, pero el otro ha seguido hacia él, lo mismo que la señora y yo.
Como no podía ser menos, el señor, marcando su territorio, me ha dejado “amablemente” entrar el último, sin ponerse a pensar que a lo mejor yo, que voy al último piso, es mejor que entrara antes.
El caso es que, sin apenas dejarme pasar, le ha dado al botón de su piso, y claro, la puerta no se ha cerrado, al tenerme a mí de obstáculo. Y otra vez, sin cerrarse la puerta, le ha dado al botón, al que yo creía que era el segundo.
A duras penas le he intentado explicar que me dejara entrar primero, así que cuando por fin lo he hecho, le he dado yo al segundo, y ahí ha empezado a despotricar, porque era el primero.
En medio de mis disculpas hemos llegado al segundo, y la señora negra se ha bajado, no sé si por vergüenza ajena, o porque realmente era su piso.
En una situación normal, él hubiera aceptado mis disculpas, y hasta se hubiera bajado del ascensor y habría ido por las escaleras.
Pero no. Este señor no. Ha puesto su dedo en el botón del primero, y sin parar de decirme algo ininteligible, por fin se ha bajado, por supuesto sin despedirse.
Y yo, educadamente, lo he mirado, y he pensado que se podía meter el dedito por… donde amargan los pepinos.