… y pantalones vaqueros, debería continuar.
Ayer estuve en un concierto de música heavy cerca de donde vivo.
El grupo a mí no me hacía mucha gracia, pero era la excusa perfecta para estar con mi amigo Raúl, así que allí me fui, después de un día de trabajo agotador, sumado a lo poco que duermo por el Parkinson.
Se que de esa manera lo hago feliz, y esa felicidad es recíproca.
Además, para mejorar la velada, estaba también su mujer Juana, e inesperadamente también mi amigo Oscar.
Estábamos los cuatro juntos otra vez, viendo un concierto, como hace años.
Y es que hace ya mucho que los conozco, y ellos me conocen a mí.
Entonces, como últimamente me sucede, los recuerdos volvieron a mi mente.
Ya he hablado algunas veces de mi amiga Juana, la mujer de lágrima fácil que además es “mi editora” particular, así que hoy les toca a los otros dos “petardos”.
Mientras estábamos viendo el concierto, los observé durante un rato.
Y nos vi cuando teníamos 17 o 18 años, y éramos unos mocosos que jugábamos a ser mayores.
Entonces yo llevaba el pelo largo por detrás, planchado, y era víctima de las pruebas de mi hermana, que me llenaba de aquellos horrorosos bigudíes la cabeza, y que entonces justo empezaba a ser la gran peluquera que es hoy.
Oscar llevaba el pelo rizado y era todo un yogurín, con su guardapolvo al estilo del mejor vaquero del Oeste.
Raul también llevaba el pelo ondulado, y se ceñía un pantalón de cebra rojo y negro, lo mismo que Oscar.
Yo, tanto por mi timidez, como por mis kilos, no llegué a llevarlos, pero sí unos elásticos “laser” que se llevaban entonces, junto con una sudadera de Anthrax blanca que me duró muchísimos años y sobre la que llevaba mi chaqueta, que, como no, era de cuero.
Con ellos empecé a sentir en mis venas la sangre del rock.
Con ellos escuché Accept por primera vez, Helloween, Judas, Manowar, Iron Maiden, o cualquier grupo que te imagines, de aquella época dorada del Heavy.
Entonces íbamos al que yo creo era el mejor local Heavy de esta zona, y que se llamaba Lancelot.
La primera vez que entré, lo hice con mucho respeto, esperando encontrar al demonio reencarnado entre toda aquella gente que se juntaba allí.
Pero no… lo que me encontré era una pantalla gigante donde ponían video clips, y buena gente.
El tiempo pasó, y nos fue desterrando hacia otro bar cercano, que entonces era “El Alemán”, y en el que nos sentábamos en taburetes alrededor de unas mesas redondas, en las que siempre escribíamos a navaja alguna frase ingeniosa, poseídos por la musa del alcohol.
Siempre juntábamos lo poco que teníamos y comprábamos unas jarras enormes de cerveza, mientras que, en la barra, junto a una plancha mugrienta, el dueño ponía música “bonica”, como el “Back in Black” de AC/DC, o “Dolores se llamaba Lola” de Los Suaves.
Después nos comíamos un bocadillo de lomo con pimientos y nos tumbábamos en la hierba de las murallas medievales, que también se siguen conservando.
Y nos fuimos haciendo más mayores, y nos desterraron a la famosa “zona de San Juan” de los Barricada.
Y, mientras alguno sucumbía a esa música enlatada en forma de bacalao insípido, Raúl y yo peregrinábamos por la “ruta de la pescadilla”, una serie de bares que ya conocíamos con música rock de la buena, hasta que acabábamos desayunando y volvíamos a casa ya amanecido.
Y, con el paso del tiempo, mi melena se fue recortando y tiñendo de blanco, y fuimos cambiando poco a poco, sustituyendo el ímpetu de la juventud por la calma de la madurez.
Pero eso no quita, para, que de vez en cuando, nos juntemos de nuevo y nuestros ojos brillen como los de un chiquillo.
Y, por supuesto, vistiendo nuestras chaquetas de cuero, pantalones vaqueros, y, sobre todo, llevando nuestras almas rockeras.