Os quiero

18 jul 2017 · 5 mins

Hoy ha sido uno de los días más tranquilos desde que tengo Parkinson, casi se me ha olvidado que lo tengo.

Y eso que me he levantado inquieto.

Mi madre iba al neurólogo con mi padre y mi hermana, y estaba preocupado.

Afortunadamente la cosa ha quedado en nada, y cuando he recibido la llamada de mi hermana, he respirado aliviado.

Entonces me he acordado cuando la llevé a urgencias, porque había perdido la visión de un ojo.

Ella estaba tranquila, como si nada hubiera pasado, asumiéndolo con naturalidad, como si fuera ley de vida.

Yo no paraba de temblar, aunque intentaba mantener la compostura, para que ellos (mi padre y ella), se sintieran arropados por mí, mientras mi hermana, que no había podido venir, continuamente me mandaba whatsapps que yo apenas podía contestar.

Le hicieron un montón de pruebas, y cuando le pidieron repetir el escáner, y pregunté la razón, pensé: La voy a perder.

Y empecé a apretarme los labios para no llorar y que lo notaran. Debía ser fuerte.

No se la razón, pero me vino a la cabeza la primera vez que la hice llorar. Yo era un adolescente, y como todos en esa época, tenía el pavo subido.

Creo que le pedí dinero para comprar algo, supongo que alguna tontería, y me dijo que no. Entonces le chillé y me fui dando un portazo, insolente, como si fuera el gallo del corral.

Algo me hizo volver al rato, y entré casi sin hacer ruido.

Y la vi llorando fregando los platos, en aquella cocina en la que dé más pequeños, mi hermana y yo nos escondíamos debajo de la mesa, observándola haciendo la comida.

Y entonces se me cayó el mundo, y la abracé por detrás y le pedí perdón mientras la besaba llorando y ella me decía “quita, tonto”.

Desde entonces no niego que haya reñido alguna vez con ella, ni que le haya chillado. Pero en todas y cada una de las veces, me acuerdo de aquel momento, y vuelvo donde está ella para pedirle perdón. Puedo tardar más o menos tiempo, pero siempre lo hago.

Se que se está haciendo mayor, como mi padre, y también que es ley de vida que los perderé.

También sé que soy muy afortunado por tenerlos, y aunque les veo todos los días, siempre les llamo por la noche cuando vengo de trabajar, porque no quiero perder ningún momento con ellos.

Ellos nos dieron la vida a mí y a mí hermana, y consumieron la suya trabajando por nosotros e intentando darnos las oportunidades que ellos no tuvieron.

Y ahora, en el ocaso de sus vidas, se siguen desviviendo por sus nietos.

Mi sobrina se ríe cuando mi padre, en lugar de decir sandalias, dice andalias muy serio, argumentando que si son para andar serán andalias, y no sandalias, importándole muy poco la Real Academia de la Lengua Española.

De pequeños nuestros padres nos parecen dioses, y son nuestros ídolos, mientras ellos se sacrifican por nosotros, trabajando más de la cuenta e intentando darnos todo lo que ellos nunca tuvieron, perdiendo su juventud.

Vamos creciendo e, inconscientemente, nos enfrentamos a ellos, llevándoles siempre la contraria, sin pensar lo duro que puede llegar a ser para ellos.

Llega un momento que nos hacemos mayores y empezamos a comprenderlos.

Hasta que tienes hijos, y te sientes identificado con ellos, y el ciclo vuelve a empezar.

Y al mismo tiempo que tú te haces mayor, ellos se van convirtiendo en niños.

Y piensas que ha llegado la hora de cuidarlos, como ellos te cuidaron a ti.

Y de dar tu vida por ellos, como ellos la dieron por ti.

Por eso mañana al mediodía, cuando vuelva a ver a mi madre, le daré un beso.

Y aunque mi padre refunfuñe, también se lo daré.

Y les diré: Madre, padre: Os quiero.

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