Conchita

10 jul 2017 · 7 mins

Aquella mañana fría de finales de Enero Maria Concepción, o como a ella le gusta que le llamen, Conchita, se siente fatal.

Nieva copiosamente y siente frío mientras mira por el pequeño ventanal de su cocina.

A duras penas puede introducir dos troncos de haya en la vieja cocina económica.

Hace ya una semana que salió de cuentas y está muy débil.

A principios de 1942 la vida es dura, incluso en aquel caserío que fue de su madre, y antes de la madre de su madre, y de la madre de la madre de su madre, hasta perderse en el tiempo.

Hasta el momento ha tenido cuatro varones, y espera que la nueva criatura sea una niña.

Quiere continuar la tradición familiar de aquella zona del norte de Navarra, donde el matriarcado es tan importante.

Pero además quiere que alguien le ayude y le sirva de compañía mientras el resto de hombres se encargan de sus tareas.

Le gusta su casa, su caserío, cuyo nombre es Arrigaztelu, castillo de piedra traducido del euskera, la lengua de sus antepasados.

Aunque ha sufrido varias remodelaciones, la estructura es la típica del lugar: Una planta inferior como cuadra, para guarecer a los animales; Una planta intermedia donde vive con su familia; y finalmente un desván, donde almacenar trastos y la hierba que servirá de alimento para los animales.

Alrededor del caserío hay una huerta, donde cultivan todo lo necesario para cubrir sus necesidades, y también un amplio prado dividido en parcelas, con hierba para que pasten los animales, y maíz, alubias, remolachas y nabos repartidos a partes iguales, aprovechando al máximo esa tierra tan fértil regalo de la madre naturaleza.

Como todo poblador de aquel lugar, ante todo se sienten hijos de su tierra, la madre tierra “Amari”, por encima de pendones o estandartes, ya sean castellanos o franceses.

Le hubiera gustado estar más fuerte para afrontar este momento. Pero al crudo invierno se ha unido la postguerra, donde conseguir azúcar o aceite es casi imposible, tanto de forma “oficial” mediante cartillas de racionamiento, como “extraoficial” mediante el extraperlo.

Aun así se siente afortunada, en su castillo de piedra, Arrigaztelu.

Puede conseguir la mayor parte de los alimentos de él, y además tiene cerca su amado monte, donde recoger frutos de todo tipo, como castañas, nueces, avellanas, y también esa fuente de vida llamada río Bidasoa, que le ofrece agua para sus campos y abundantes truchas, salmones e incluso anguilas.

Esta fortaleza los ha tenido prácticamente aislados de la guerra inútil que enfrentó a hermanos hace ya tres años.

Tampoco les afecta demasiado la otra gran guerra que sucede más allá de las fronteras con Francia, salvo por la huida de gente hacia Portugal, escapando del yugo nacista y el ir y venir de aviones de guerra.

Suspira mientras se dirige hacia la pequeña borda que tienen debajo del caserío, que hace las veces de horno de pan. Su marido Antonio se ha levantado muy temprano para encender el horno y dejarlo todo preparado para que ella amase la harina, mezclándola con agua, sal y levadura, para hacer esas hogazas de pan esponjoso que los alimentan durante varios días.

Este año apenas tienen harina de trigo. La cosecha ha sido mala y el molinero no ha podido venderles más que un puñado de sacos para todo el invierno.

Afortunadamente han almacenado en el desván suficientes mazorcas de maíz como para alimentar a los animales, y poder hacer esas tortas  llamadas talos, que tan ricas le saben.

Este año no han podido hacer matanza, así que están estirando todo lo que pueden sus reservas, en forma de longanizas y lomos de cerdo, guardados como oro envuelto en manteca de cerdo, en las ollas de porcelana tan antiguas como el propio caserío.

Mientras amasa con cuidado, piensa en el parto que se avecina.

Necesitará ayuda de su vecina Dolores, cuyo caserío apenas dista cien metros del suyo.

No le asusta demasiado el parto. Al fin y al cabo, piensa, somos como animales, pero más delicados. Y ella ha ayudado a dar a luz infinidad de corderos y terneros.

Siente una gran contracción que la hace encogerse de dolor, y mientras tanto piensa que ya ha llegado la hora.

Serénamente y con paso firme, deja lo que está haciendo y se encamina muy lentamente hacia su habitación, donde un gran crucifijo cuelga de la pared.

Al mismo tiempo grita a su marido “Antonio, Ikusi. Ordua iritsi da” (Ven, Antonio. El momento ha llegado).

Antonio, ese hombre rudo y parco en palabras, con el que se casó sin estar enamorada, en aquella boda concertada entre familiares.

Pero también Antonio, ese hombre que se desvive por ella para intentar cuidarla todo lo que puede, y que sale corriendo para ayudarla a acostarse en la habitación.

Después sale corriendo para avisar a su vecina al tiempo que ordena a su hijo menor, Jesús, que vaya a avisar al resto de hijos, Paco y Jerónimo, que se ganan la vida limpiando el monte y talando árboles.

Al oirlos partir, Conchita piensa en su recién desaparecido hijo Florencio, muerto de un ataque epiléptico, y no puede evitar derramar una lágrima. Esa lágrima que siempre es amarga, pero más aún cuando se derrama por un hijo, salido de sus entrañas.

Otra contracción la devuelve a la realidad, y al tiempo que grita de dolor, la cama se humedece al romper aguas precipitadamente.

Por fin llega Dolores junto con otra vecina, y sin mediar palabra, se ponen manos a la obra para ayudar a su vecina, y sobre todo amiga.

El nuevo ser se abre paso hasta que Dolores puede distinguir su sexo y se lo comunica a Conchita: Se trata de una niña.

Conchita, aunque exhausta, esboza una sonrisa y piensa que ya puede morir con el deber cumplido. Le llamará Hilaria, o también Hilari.

No quiere un nombre común. Quiere un nombre que todo el mundo, cuando lo diga, piense en un ser especial: Su amada hija.

Y así, aquella mañana fría de invierno, pero resguardada por su fortaleza, nació la nueva princesa y dueña del castillo de piedra, Arrigaztelu.

 


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