Gabriel

9 jul 2017 · 11 mins

Aquella mañana de marzo de 1936, Gabriel, como cada día, se dedica a cuidar el rebaño de ovejas merinas que tiene a su cargo.

La primavera se ha adelantado y hace calor, así que se encuentra tumbado a la sombra de una encina, cobijándose del Sol.

Físicamente está allí, pero en realidad su mente está en otra parte.

Está preocupado.

Lucía, su mujer, ha salido de cuentas. Y, aunque no es nada nuevo para ella porque ya tiene dos niñas, presiente que este parto es diferente.

Se avecinan tiempos muy revueltos.

Por lo que ha oído en el pueblo, algo se mueve en África, y, tiembla sólo de pensarlo.

Conoce bien aquella zona, aunque no es ningún experto erudito. Lo ha sufrido en sus propias carnes cuando era más joven, hace ya 15 años, durante el servicio militar.

Sin comerlo ni beberlo, se encontró inmerso en lo que después fue a llamarse “el desastre del 21”, en la guerra del Riff.

Casi nadie sabe que participó en aquella ridícula guerra, sólo sus más allegados.

No le gusta hablar de aquella época, y aún tiene pesadillas.

En ellas revive de nuevo el asedio que sufrieron por “los moros”, hasta que finalmente, exhaustos y hambrientos, acabaron rindiéndose.

Al comienzo del asedio eran todo un batallón, orgullo del ejército español. Bien formado, con sus mosquetones limpios y relucientes.

Cuando acabó aquella pesadilla, sólo quedaban unos pocos hombres, hambrientos, sucios, llenos de piojos y esqueléticos.

Durante días resistieron como jabatos, disparando sus mosquetes sin parar, pero conforme fue pasando el tiempo, sus ánimos fueron decreciendo, a la vez que sus reservas de comida, y, sobre todo, de agua.

Aunque vio morir a muchos de sus compañeros, recuerda especialmente la muerte de su amigo del alma, Juan, cuando aquella maldita bala de plomo le reventó el pecho, hiriéndole mortalmente en el corazón.

Juan aguantó apenas unas horas mientras se iba desangrando lentamente, y Gabriel, durante todo aquel tiempo, estuvo consolándole hasta que exhaló su último aliento.

Cuando por fin los liberaron, estaban muertos de hambre. Gabriel siempre recordará la primera comida: Un huevo de gallina cocido, que se tragó de golpe.

Los médicos, tras examinarlos, decidieron alimentarlos poco a poco, para que el cuerpo se fuera adaptando sin problemas.

Gabriel recuerda amargamente aquel suceso. Nadie les dio las gracias. Nadie les reconoció su esfuerzo y el derramamiento de su propia sangre.

Durante un tiempo estuvo en un hospital recuperándose, hasta que una tarde le dieron el alta, y casi de manera clandestina y oculta lo mandaron de nuevo a su tierra, Aliseda.

Allí le esperaban sus padres, y sobre todo sus hermanos. En total formaban una prole de seis hermanos, entre ellos Juan, Frasco y Marciano.

Una tarde de Domingo, en el baile del pueblo, conoció a su futura mujer, Lucía.

En realidad, ya la había visto antes. Bajita y menuda, era una mujer hermosa y con un fuerte carácter.

Le llamaban “la vinagre”. Aunque la gente creía que ese sobrenombre era por su forma de ser, en realidad era por el apellido de su madre, Vinagre, a la que Lucía nunca logró conocer, al morir en el mismo parto.

El padre de Lucía era un tratante de animales portugués, que con el tiempo se volvió a casar con la maestra del pueblo, y fruto de aquella unión nació su única hermana.

La fatalidad hizo que al final sólo quedaran vivos Lucía y su padre, así que, ya desde muy niña, se tuvo que encargar de las tareas del hogar y de él.

Al contrario que la mayoría de hombres y mujeres de aquella época, Lucía sabía escribir, gracias a su madrastra.

Incluso se podía decir que era una mujer adelantada para su época.

Sobre todo, había dos temas sobre las que no opinaba en público por miedo a la represión, pero con los que estaba muy en contra.

Uno eran los militares, que, aprovechándose del anonimato e impunidad que da el uniforme, golpearon a su madrastra y hermana hasta dejarlas sin vida, por el simple hecho de ser testigos de sus fechorías y de encontrarse en el lugar y hora equivocados.

El otro era la Iglesia. Ella respetaba a Jesús, pero no a sus secuaces, que llenaban sus arcas con los diezmos del pueblo, ahogándolos de hambre, mientras ellos llenaban sus gordas panzas con comida y bebida que no les pertenecía.

Todavía no sabía porque había ido al baile, y se sentía muy incómoda.

Su padre insistía una y otra vez para que ella se casara, hasta que al final se hartó de oírlo y decidió hacerlo por el simple hecho de no escucharlo.

Pensaba, con razón, que aquello parecía una pollería, y que los hombres se acercaban a observar la mercancía, y a decidirse por la gallina más lustrosa.

Así que allí estaba ella, con el ceño fruncido y esa mirada helada perdida en el horizonte.

Gabriel se fue acercando tímidamente, como era él, y sin dudarlo enfrentó sus ojos a los de ella y con voz tranquila y pausada le saltó sin inmutarse: “Vinagre: ¿Quieres bailar?”

A ella aquello le descolocó.

Nadie se atrevía a mirarle a los ojos mientras estaba enfadada, ni mucho menos a llamarla Vinagre.

Entonces vio los ojos color miel de Gabriel, aparentemente tan insignificante, y consiguió ver en su interior el sufrimiento y aguante de aquel hombre, del que se enamoró al instante.

Lucía cedió ante los deseos de Gabriel, y finalmente se casaron y lo celebraron al aire libre, en una gran mesa, rodeado de sus familiares y amigos, a los que les ofrecieron sus mejores viandas, escasas, pero tan sabrosas como el mejor manjar, porque fueron servidas con el corazón.

Se fueron a vivir a casa de ella, y cuidaron a su anciano padre hasta que finalmente murió, sin haber conocido a sus dos nietas, Carmen y María, que con tanto esfuerzo consiguieron sacar adelante.

Así que allí estaba Gabriel, bajo aquel sol de justicia extremeño, cuando a lo lejos vio acercarse a su hermano Marciano, agitando los brazos y gritando su nombre: “¡Gabriel, Gabriel!”

Se levantó de un salto, sabiendo que algo pasaba, y corriendo salió a su encuentro.

- ¿Qué pasa hermano?

- Tu mujer está de parto, date prisa, te necesita. Vete, yo cuidaré de tu rebaño.

Sin pensarlo dos veces, Gabriel corrió hacia el pueblo como alma que lleva el diablo.

Mientras su futuro vástago venía en camino, él no podía parar de pensar.

Había pasado por una monarquía, una dictadura, y finalmente una república. Y, aunque la teoría está muy bien, en todas a él le había faltado el mendrugo con el que alimentar a su familia.

En cuestiones “de barriga”, sólo había dos tipos de personas: Las que tenían dinero y las que no; las que comían caliente todos los días o las que comían (si es que lo hacían), día no, y día tampoco.

Debía buscar otro empleo, o hacer que alguna de sus hijas sirviera en casa de algún señorito.

Y si encima había guerra, la cosa sería aún peor.

Se avivarían las rencillas en el pueblo, se enfrentarían hermanos contra hermanos, y al hambre se unirían los derramamientos de sangre.

Otra vez sangre derramada por unos ideales, como la de su compañero y amigo Juan.

Por eso él era feliz con su rebaño, ajeno a todo, y rodeado de animales. Esos animales, que no serán tan civilizados, pero que sólo matan, si es que lo hacen, por necesidad.

Casi sin darse cuenta, llegó a la puerta de su casa, donde le esperaba otro de sus hermanos, Frasco, su hermano mayor.

Frasco era cojo de nacimiento, y eso había agriado su carácter.

Pero aquel día Frasco estaba más concentrado en atender a su mujer, Elisa, que en preocuparse por los dolores intensos de su pierna.

Elisa tenía las mangas de su camisola remangadas hasta los antebrazos, mientras derramaba agua hirviendo sobre unas tiras de tela de color blanco inmaculado, hechas con los restos de una sábana vieja que previamente había desgarrado.

Eran demasiado pobres como para llamar al médico, así que las mujeres del pueblo ejercían de matronas cuando alguna vecina o cuñada lo necesitaba.

Gabriel se quitó la boina que llevaba calada en su cabeza, y la sujetó fuertemente con sus manos, mientras preguntaba: “¿Qué quieres que haga?”

“Nada. Esperar y rezar para que tu mujer y niño no sufran ningún percance.”

Y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, rogó a Dios que todo saliera bien.

Elisa entró junto con otra mujer a asistir a Lucía, mientras en el interior de la habitación ella juraba y perjuraba por los dolores y contracciones, como si estuviese poseída.

De repente hubo un silencio, que a Gabriel le pareció eterno.

Hasta que el llanto de un niño, agudo y potente, rompió aquel silencio e hizo que Gabriel respirara aliviado.

Gabriel sonrió, y por un momento desaparecieron de su mente todas las preocupaciones.

Oía la voz de un niño varón.

Había nacido su deseado hijo, al que llamarían Dionisio, aquella mañana calurosa del 10 de marzo de 1936.

 


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