Yoga

26 jun 2017 · 6 mins

Hoy he dado mi última clase de yoga.

Creo que ya no lo dejaré mientras viva.

Hoy me he despedido de mis compañeros y de mi profesor, seguro de volver a verlos cuando acabe el verano, en octubre.

De camino a casa, he recordado el día que decidí practicarlo.

Aunque en realidad, él me eligió a mí.

Estaba pasando una época realmente mala, el verano del año pasado, entre la primera visita al neurólogo y la primera resonancia de mi cerebro.

Por aquella época tenía los nervios destrozados.

Entre el trabajo, la incertidumbre del no saber que me pasaba, y los dolores musculares, ni tenía ilusión por las vacaciones.

Eso me creaba unos ataques de ansiedad en los que sólo quería huir, y que el médico intentó “curar” con Diazepam.

Irónicamente, tirado en la cama, decidí moverme.

Lo primero fue ir al fisioterapeuta de debajo de mi casa.

Pedí cita y allí fui.

En la sala de espera estaba cardiaco, sólo quería volver a casa y acurrucarme en la cama, a tan sólo unos metros de allí.

La mano me temblaba sin parar, y la pobre chica que me atendió me miraba con una mezcla de compasión y de “tierra trágame”.

Lo primero que hizo fue pasarme una ficha y un bolígrafo para que rellenara mis datos personales.

La miré, y alzando la mano, le dije: “No puedo”.

Ella se puso roja y pidiéndome perdón, fue rellenando la ficha.

Le expliqué lo que me pasaba, el temblor, la rigidez, lo cargado que tenía el cuello.

Me tumbó en una camilla y empezó a darme masajes por todo el cuerpo, hasta llegar al brazo.

La verdad, tuvo mucha paciencia conmigo. Poco a poco fuimos hablando, y descubrí que, al hacerlo, al estar más relajado, la mano me temblaba menos.

Algo en mí me dijo: “este es el camino”.

Y sin pensarlo empecé a recorrerlo.

Primero lo intenté sólo. Cerraba los ojos e intentaba evadirme. Pero no lo conseguía.

Hasta que en uno de mis paseos, sin saber porqué, me encontré delante de una herboristería.

Sin pensarlo, entré y pregunté por alguna hierba relajante. Mientras la dependienta iba a por ella, miré hacia el mostrador, y lo vi.

Vi aquel anuncio donde se decía que daban clases de yoga.

Y algo en mi interior me hizo preguntar por él.

“Comienzan el lunes”, me dijo la dependienta. “Si quieres anótate este teléfono, te lo piensas y llamas por la mañana. Las clases son los lunes por la tarde, a las 20:15”

Casi no tenía tiempo para decidir lo. Yo, que siempre he necesitado analizar y dar mil vueltas a las cosas.

Y nuevamente, algo me hizo descolgar el teléfono el lunes por la mañana, y apuntarme al curso.

Esa tarde iba aterrado. Mi puñetera burbuja, atacando de nuevo.

¿Lo haré bien? ¿Será difícil? ¿Qué compañeros tendré?

Con todo ese mar de dudas terminé llegando a la clase.

Me presenté a mis compañeros y al rato llegó el profesor, Omkar.

Y al mirar su sonrisa y su cara de felicidad, supe que había tomado la decisión correcta.

Yo esperaba paz y meditación, y me encontré haciendo estiramientos entre saludos al sol y respiraciones que más que darme aire, me ahogaban.

Los veinte minutos finales fueron horribles, justo en el momento de la relajación, agarrado a la esterilla para evitar temblar.

Me despedí de ellos, aun sin saber si los volvería a ver.

Empecé a caminar hacia casa, y noté algo extraño.

Algo en mí había cambiado.

Notaba paz, esa paz que hacía tiempo que no tenía.

Y recordé aquellas mañanas en el desván del caserío donde había nacido mi madre, rodeado de una niebla que de húmeda mojaba, pero que también avivaba el verde de los prados y las ramas de los manzanos.

O aquellos atardeceres junto a los chopos que crecían en la regata que bordeaba la huerta que tenían mis padres al otro lado del monte Ezkaba, cuando cerraba los ojos y me dejaba llevar por el viento, sin importarme demasiado el tiempo.

A partir de entonces, en todas y en cada una de las clases, he conseguido relajarme.

Si, es cierto que soy un patoso y que mi coordinación deja mucho que desear, pero a empeño y tesón, soy el mejor alumno.

Como siempre, hemos acabado tirados en la esterilla, relajando a partes iguales el cuerpo y el alma.

Y hoy, fruto de la constancia, me “he ido”. Literalmente.

He notado un calor intenso en mis piernas, y con los ojos cerrados, he mirado hacia a ellas y no estaban. Poco a poco mi cuerpo iba desapareciendo de mí vista.

Sosegadamente, he entrado en una especie de sueño profundo, como hace tiempo que no tenía, olvidándome de todo y de todos.

Hasta que he oído la voz de mi profesor, rescatadora y renovadora, como la luz que desprende el sol al amanecer, haciéndose paso por entre las nubes.

Me ha costado volver a la realidad.

Volver a entrar en este cuerpo, ahora un poco tocado, pero para nada hundido.

Y, como aquella primera clase de yoga, he vuelto a casa caminando, con el cuerpo dolorido pero el alma renovada.

Gracias Omkar.

Gracias chicos.

Nos vemos en octubre.

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