Hoy he dado mi última clase de yoga.
Creo que ya no lo dejaré mientras viva.
Hoy me he despedido de mis compañeros y de mi profesor, seguro de volver a verlos cuando acabe el verano, en octubre.
De camino a casa, he recordado el día que decidí practicarlo.
Aunque en realidad, él me eligió a mí.
Estaba pasando una época realmente mala, el verano del año pasado, entre la primera visita al neurólogo y la primera resonancia de mi cerebro.
Por aquella época tenía los nervios destrozados.
Entre el trabajo, la incertidumbre del no saber que me pasaba, y los dolores musculares, ni tenía ilusión por las vacaciones.
Eso me creaba unos ataques de ansiedad en los que sólo quería huir, y que el médico intentó “curar” con Diazepam.
Irónicamente, tirado en la cama, decidí moverme.
Lo primero fue ir al fisioterapeuta de debajo de mi casa.
Pedí cita y allí fui.
En la sala de espera estaba cardiaco, sólo quería volver a casa y acurrucarme en la cama, a tan sólo unos metros de allí.
La mano me temblaba sin parar, y la pobre chica que me atendió me miraba con una mezcla de compasión y de “tierra trágame”.
Lo primero que hizo fue pasarme una ficha y un bolígrafo para que rellenara mis datos personales.
La miré, y alzando la mano, le dije: “No puedo”.
Ella se puso roja y pidiéndome perdón, fue rellenando la ficha.
Le expliqué lo que me pasaba, el temblor, la rigidez, lo cargado que tenía el cuello.
Me tumbó en una camilla y empezó a darme masajes por todo el cuerpo, hasta llegar al brazo.
La verdad, tuvo mucha paciencia conmigo. Poco a poco fuimos hablando, y descubrí que, al hacerlo, al estar más relajado, la mano me temblaba menos.
Algo en mí me dijo: “este es el camino”.
Y sin pensarlo empecé a recorrerlo.
Primero lo intenté sólo. Cerraba los ojos e intentaba evadirme. Pero no lo conseguía.
Hasta que en uno de mis paseos, sin saber porqué, me encontré delante de una herboristería.
Sin pensarlo, entré y pregunté por alguna hierba relajante. Mientras la dependienta iba a por ella, miré hacia el mostrador, y lo vi.
Vi aquel anuncio donde se decía que daban clases de yoga.
Y algo en mi interior me hizo preguntar por él.
“Comienzan el lunes”, me dijo la dependienta. “Si quieres anótate este teléfono, te lo piensas y llamas por la mañana. Las clases son los lunes por la tarde, a las 20:15”
Casi no tenía tiempo para decidir lo. Yo, que siempre he necesitado analizar y dar mil vueltas a las cosas.
Y nuevamente, algo me hizo descolgar el teléfono el lunes por la mañana, y apuntarme al curso.
Esa tarde iba aterrado. Mi puñetera burbuja, atacando de nuevo.
¿Lo haré bien? ¿Será difícil? ¿Qué compañeros tendré?
Con todo ese mar de dudas terminé llegando a la clase.
Me presenté a mis compañeros y al rato llegó el profesor, Omkar.
Y al mirar su sonrisa y su cara de felicidad, supe que había tomado la decisión correcta.
Yo esperaba paz y meditación, y me encontré haciendo estiramientos entre saludos al sol y respiraciones que más que darme aire, me ahogaban.
Los veinte minutos finales fueron horribles, justo en el momento de la relajación, agarrado a la esterilla para evitar temblar.
Me despedí de ellos, aun sin saber si los volvería a ver.
Empecé a caminar hacia casa, y noté algo extraño.
Algo en mí había cambiado.
Notaba paz, esa paz que hacía tiempo que no tenía.
Y recordé aquellas mañanas en el desván del caserío donde había nacido mi madre, rodeado de una niebla que de húmeda mojaba, pero que también avivaba el verde de los prados y las ramas de los manzanos.
O aquellos atardeceres junto a los chopos que crecían en la regata que bordeaba la huerta que tenían mis padres al otro lado del monte Ezkaba, cuando cerraba los ojos y me dejaba llevar por el viento, sin importarme demasiado el tiempo.
A partir de entonces, en todas y en cada una de las clases, he conseguido relajarme.
Si, es cierto que soy un patoso y que mi coordinación deja mucho que desear, pero a empeño y tesón, soy el mejor alumno.
Como siempre, hemos acabado tirados en la esterilla, relajando a partes iguales el cuerpo y el alma.
Y hoy, fruto de la constancia, me “he ido”. Literalmente.
He notado un calor intenso en mis piernas, y con los ojos cerrados, he mirado hacia a ellas y no estaban. Poco a poco mi cuerpo iba desapareciendo de mí vista.
Sosegadamente, he entrado en una especie de sueño profundo, como hace tiempo que no tenía, olvidándome de todo y de todos.
Hasta que he oído la voz de mi profesor, rescatadora y renovadora, como la luz que desprende el sol al amanecer, haciéndose paso por entre las nubes.
Me ha costado volver a la realidad.
Volver a entrar en este cuerpo, ahora un poco tocado, pero para nada hundido.
Y, como aquella primera clase de yoga, he vuelto a casa caminando, con el cuerpo dolorido pero el alma renovada.
Gracias Omkar.
Gracias chicos.
Nos vemos en octubre.