En el año 1955, con apenas 13 años, Hilaria camina desde el restaurante donde lava platos hasta el caserío que le vio nacer, en el que vive junto a sus padres y hermanos.
Apenas le separan unos kilómetros, que, con paso firme, va recorriendo dando grandes zancadas. No es muy alta, pero si muy delgada y fuerte, como toda mujer nacida en aquella zona del norte de Navarra, curtida por el sol, la lluvia, y, sobre todo, el trabajo duro.
Sólo hace unos meses que trabaja en el restaurante. Al principio no le gustaba, pero poco a poco fue adaptándose y haciendo nuevas amigas. Algo nuevo para ella, rodeada de cuatro hermanos varones.
Hasta ese momento sólo podía tener confidencias con su madre.
Su madre, aquel ser que tanto quería. Que le dio la vida, y que la cuidó en sus entrañas, antes incluso de nacer.
Para las gentes de aquel lugar, el matriarcado es muy importante. Con independencia de franceses, castellanos, reyes o dictadores, todos se sienten hijos de la madre naturaleza.
Ella, y sólo ella, les daba acceso a todos los recursos que con tanto esfuerzo les permitían ser autosuficientes en aquella época de escasez que les había tocado vivir.
Mientras caminaba recordó a su madre. Ella era la dueña del caserío donde vivían. Lo había heredado de su madre, y esta de la suya, y así, hasta perderse en el origen de los tiempos.
Durante sus quehaceres diarios, le contaba historias de sus antepasados.
Únicamente su mirada se ensombrecía al recordar a su primogénito, Florencio, muerto hacía algunos años, por una enfermedad por entonces rara, que hoy en día es conocida como epilepsia. Para ella, como para cualquier madre, es duro perder a un hijo.
Hilaria apenas lo había conocido.
A parte del desaparecido, tenía otros cuatro hermanos: el mayor, Francisco (aunque todos le llamaban Paco), seguido por Jerónimo, Jesús y finalmente un hermano más pequeño que ella, llamado Miguel.
De todos ellos, su favorito era Paco. Era un hombre bonachón y sencillo, muy tímido y reservado.
Con él tenía una conexión especial. Siempre recordaba como la cogía en hombros y la llevaba al lado del río, donde crecían aquellos manzanos, cuyo fruto era áspero por fuera, pero dulce por dentro, como el carácter de las personas de aquel lugar.
Paco y Jerónimo se dedicaban a talar árboles y a limpiar la maleza de los montes que les rodeaban. Paco se conformaba, pero Jerónimo soñaba con irse lejos de allí, algo que consiguió años más tarde, emigrando a América del Norte, ejerciendo de pastor en los gélidos inviernos de las montañas de Wyoming.
Jesús se encargaba junto a su padre del rebaño de ovejas de la familia, que les proporcionaba lana, leche y carne, y algún dinero extra que conseguían cuando venía algún “tratante”, interesado por hacer negocio con los animales.
Por último, Miguel, su hermano pequeño, que ayudaba en lo que podía, a pesar de su corta edad, y que también más tarde, emigró a América, siguiendo los pasos de Jerónimo.
Y entre ellos estaba ella, ayudando a su madre en las tareas diarias, limpiando lo que sus hermanos y padre manchaban, adecentando el caserío, y a su vez, cuidando de la huerta y de las crías de los animales que iban naciendo, o incluso pescando a mano en aquel río, de nombre Bidasoa.
El caserío tenía la forma típica de aquella zona.
Una planta baja que hacía las veces de cuadra, donde se guarecían los animales, una planta intermedia donde estaba la zona habitable, y finalmente, un desván, donde guardaban la hierba para los animales, y también patatas, maíz, alubias rojas, o, incluso, pieles de zorro que Paco cazaba con sus cepos.
Pegado a uno de los laterales del caserío se encontraba una escalera de piedra, que acababa en una gran tribuna, también de piedra, que daba acceso a la puerta principal, donde, en las cálidas tardes de verano, ella y su familia se sentaban contemplando como el sol se ocultaba entre aquellas montañas que tanto amaban.
Por un momento sonrió al recordar cómo, a escondidas, sin que nadie lo supiera, subía a los corderitos a la cocina, para jugar con ellos entre las sillas de madera.
Cada vez se estaba haciendo más mayor, y cada vez tenía menos tiempo para jugar.
Sin apenas darse cuenta, dobló la última curva antes de llegar al caserío, cuando vio algo inusual: Un coche grande, modelo Citroen, propiedad del médico del pueblo.
Se extraño mucho al verlo, y comprendió que algo estaba mal.
Instintivamente comenzó a correr, y subió los peldaños de la escalera de dos en dos, todo lo rápido que le daban sus cortas piernas.
La puerta principal estaba medio abierta, así que la empujó de un manotazo, y de repente se encontró con su padre muy serio, hablando con el médico, y a sus hermanos a un lado, llorando.
Sin hacer caso de sus advertencias, recorrió el pasillo como un rayo, hasta entrar en la habitación de sus padres, donde yacía tumbada su madre, muy pálida, ya sin vida.
A partir de entonces esa niña, sin quererlo, se convirtió en mujer. Y más tarde, con el tiempo, en mi querida y amada madre.