Nació a principios de 1936, justo antes de que estallara esa guerra fratricida sin sentido que se llevó por delante tantas vidas en España.
Eran tiempos difíciles para las personas, especialmente en Extremadura, que como su nombre indica era extrema y era dura.
En aquel entonces la familia estaba formada por un padre, Gabriel, una madre, Lucía, y dos hermanas llamadas María y Carmen.
A él le pusieron el nombre de Dionisio, y más tarde nació Elisa, la pequeña de la familia.
Al principio vivían en su pueblo, Aliseda, pero el hambre y la falta de trabajo les hicieron desplazarse al campo, donde los padres ejercían de guardeses para un “señorito”, al más puro estilo de “Los Santos Inocentes”.
Aquella mañana se despertó temprano y se puso sus calzones, descoloridos y roídos por el tiempo, procurando no despertar al resto de la familia, que dormía todavía en aquella especie de comuna que era su casa, una vivienda muy humilde que sólo tenía una estancia, y que hacía las veces de cocina y de dormitorio.
Se acercó al centro de la habitación donde se encontraban los restos del fuego del hogar, y sin apenas hacer ruido, se sirvió una ración de lo que él llamaba “puchas”, una especie de gachas que todavía conservaban calor, y que casi siempre eran la dieta de aquella familia.
Estaba harto de aquella comida, pensaba mientras hundía la cuchara en la masa espesa e insípida. Todavía no comprendía como le habían sacado de la escuela del pueblo para acabar allí, cuando apenas acababa de aprender “las cuatro reglas”.
Después de aquel desayuno frugal salió de la vivienda, respirando una bocanada de aire fresco, en aquel día de primavera.
Sonrío al reconocer en el aire el aroma a jara y romero que provenía de la dehesa, tan verde por aquellos días.
El contacto con la naturaleza si que le gustaba. Podía ir de aquí para allá sin dar explicaciones a nadie, libre como un pajarillo.
Tenía que darse prisa, si quería revisar las trampas que había dejado, antes que su familia despertara.
Empezó a corretear por el monte, revisándolas una a una, comprobando los recorridos que todas las mañanas hacían los conejos y las liebres, o revisando los nidos de los pájaros, que en aquella época del año estaban llenos de huevos.
No recordaba quien le había enseñado a montar las trampas, seguramente su padre y sobre todo el hambre, pero se le daba bien. Era capaz de hacer lazos, o idear trampas más elaboradas, con cualquier cosa que encontraba.
Metió la mano en el hueco de una encina y palpando comprobó uno de los nidos que tenía localizado, mientras la madre alarmada le intentaba picar.
Con sus pequeñas pero ya curtidas manos contó tres huevos. Como siempre, más pensando en su futuro que en la naturaleza, sólo cogió dos. De esa manera se aseguraba comidas futuras.
Continuó caminando por el monte sin apenas tener éxito, hasta que al acercarse a una de las últimas trampas que le quedaban por revisar, oyó el chillido estridente de una liebre que acababa de caer en ella.
Apresuró el paso para evitar que se escapara y con la fuerza que da el hambre, agarró una piedra y se la estampó en la cabeza, sin apenas miramientos, viéndola morir al instante.
Estaba contento. Aunque no era demasiado, podrían añadirla a los garbanzos que, día si y día también comían, aportando algo de carne, tan escasa en esos días.
Terminó de revisar las trampas y salió corriendo con la liebre en las manos, con cuidado que nadie le viera.
Ya era tarde, y su padre le esperaba a la entrada de la vivienda, donde preparaba los aperos para hacer picón, y los cargaba en el burro que más tarde traería la carga.
Sin apenas saludarlo, entró en ella, donde su madre estaba avivando el fuego del hogar. Sonriendo le dio la liebre y los huevos, y ella le correspondió con un beso, a la vez que le regañaba porque no se había lavado.
A regañadientes se acercó a la pila de agua, y se lavó la cara y las manos. Pensó, como una vez le había dicho su padre, que no es limpio el que limpia, sino el que no ensucia.
Al salir su padre le esperaba impaciente. Se estaba haciendo tarde y debían aprovechar todo el día para hacer el fuego y esperar a que las brasas, enterradas por la tierra, se convirtieran en aquel carbón vegetal.
Con pasos apresurados se acercaron a la zona del monte que habían ido preparando durante aquellos días de primavera.
Empezaron a amontonar la leña, hasta que formaron una pila grande y la cubrieron de tierra, dejando una chimenea y algún que otro agujero a modo de tiro.
Con mucha precaución le prendieron fuego, mientras se movían con agilidad y destreza, cuidando que no ardiera demasiado, evitando que el carbón se quemara y echara a perder todo su trabajo.
Como era pequeño y aquel trabajo era muy peligroso, su padre no le dejaba acercarse demasiado al fuego, así que aprovechaba para recorrer de nuevo el monte, esta vez con su perra, que había bautizado con el nombre de Lola.
Lola era una perra joven, muy cazadora, que salía corriendo nada más olfatear el rastro de algún conejo.
Casi sin darse cuenta fue pasando el día, hasta que su padre le llamó de nuevo para retirar la tierra que cubría lo que antes era la montaña de leña, y ahora era el valioso carbón vegetal.
De manera mecánica fueron introduciendo el carbón en sacos, que a su vez cargaron en el burro, que protestaba al notar el peso.
Apenas terminaron y recogieron todos sus bártulos, se dirigieron a la estación de tren del pueblo, donde les esperaba aquel “señorito” que siempre les compraba el picón.
A Dionisio aquel hombre no le gustaba. Como su padre era analfabeto, siempre se intentaba aprovechar de él.
Atento, escuchaba como aquel hombre contaba los sacos de carbón, y hacía la suma de lo que más tarde les iba a pagar.
Esta vez no iba a ser una excepción, y como siempre, el error era a su favor.
Dionisio protestó mientras el hombre le miraba con odio y le decía que se callara, y que no se metiera en cosas de hombres.
Pero su padre, que sería analfabeto, pero no tonto, le dio la razón, viendo a su hijo defender el trabajo que tanto esfuerzo les había costado, así que el hombre no tuvo otra opción que ceder y darles el dinero a regañadientes.
Ya de camino a casa, su padre le revolvió el pelo y le dijo “bien hecho, chaval”, mientras lo levantaba y lo montaba en el burro.
Y así acabó aquel día de primavera, en la vida de Dionisio.
Ese niño que más tarde se hizo hombre y terminó siendo mi padre.