Mi amiga Ana está triste.
Yo la llamo Anita cariñosamente, porque para mí seguirá siendo esa joven que conocí hace ya años. Siempre me meto con su edad, aunque en realidad su espíritu sigue siendo el de una niña.
Es la persona más positiva que conozco. Lo mismo anima una fiesta en una casa rural, que te consuela con un abrazo, o te hace reír a carcajadas con esa risa floja que tiene.
Porque es fácil hacerla reír con cualquier tontería.
Y porque es un ejemplo de superación, es un espejo donde reflejarse cuando estás mal.
Pero hoy su mirada está apagada.
Nunca la vi así, a pesar de todo por lo que ha pasado.
Le han arrebatado de su vida a una de las personas que más quería, a su hermano.
Ese hermano, rebelde por fuera, pero que, si eras capaz de romper esa coraza con la que se cubría, descubrías a una persona buena en su interior.
Ese “buen tío” con el que si tenías un poco de paciencia te daba la llave de su corazón y te decía lo mucho que quería a su hermana.
En una de mis últimas conversaciones, hablando con él, le expliqué lo de mi enfermedad y en su mirada vi a ese hermano mayor que siempre fue.
Porque conmigo nunca tuvo un roce, me respetaba y me quería, tanto como yo a él.
El por fin ha podido descansar en paz.
Y aunque ella tenga su mirada triste y a todos nos duela en el alma, sé que su luz volverá a brillar.
Porque se merece ser feliz.
Y porque sabe que me tiene ahí siempre que me necesite.
Y porque la quiero.
Anita, mi hermana.