La medalla

18 jun 2017 · 5 mins

Hoy me han regalado una medalla.

En realidad, esa medalla pertenece a mi amigo Eugenio. Dicen (y es verdad), que los amigos se cuentan con los dedos de las manos. Él ocupa uno de ellos desde que íbamos juntos al cole de pequeños.

En la actualidad vive en Londres, donde formó su familia. No sé cómo explicarlo, pero hay una conexión entre él y yo, a pesar de la distancia.

Siempre que pienso en él me viene a la memoria el olor a humedad y el color blanco de la nieve que cubría los tejados y la falda del monte cercano a nuestro barrio, en aquellas tardes gélidas de invierno de enero, cuando todavía éramos unos críos.

Junto con José Luís, otro compañero de clase, compartimos habitación en el viaje de estudios. Éramos unos jóvenes imberbes e inocentes, sin otra preocupación que comer aquellos helados horribles de color azul, que vimos por primera vez en aquel viaje, o jugar a “Batman” en el Amstrad PCW 9512 de su padre, y que avivó en mí la llama de la informática.

Empezó el instituto conmigo, aunque por los avatares del destino, sus pasos (o mejor, los de sus padres), lo llevaron a Zaragoza. Para entonces él ya escuchaba a Queen y tenía “el veneno” de la música en su sangre.

Durante unos años fue un adolescente rebelde que no encontraba su sitio, hasta que conoció a su compañera Olga en la Universidad, y juntos iniciaron una vida en común en Londres, a la que años más tarde se unieron sus dos hijos.

Hace ya muchos años que nuestras vidas se separaron.

Hasta que monté un grupo de Facebook y empecé a reunir a todos mis antiguos compañeros de la E.G.B. Poco a poco fui buscando a la gente, y uno de los primeros en los que pensé fue, por supuesto,  en Eugenio.

Él siempre está dispuesto a volver a nuestra ciudad. Y siempre que viene yo lo recibo con los brazos abiertos.

Hace unos meses me volvió a llamar. Quería venir a correr la media maratón que se celebraba este fin de semana, y me volvió a preguntar si podíamos quedar. Y yo, como siempre que el me llama, le dije que sí.

Veintiún kilómetros le separaban de la meta.

El día previo a la carrera lo notaba nervioso, preocupado por el calor, preguntándose si iba o no a terminar. Y mientras yo pensaba que, si es capaz de desplazarse miles de kilómetros sólo para vernos, veintiún kilómetros no son nada.

Como yo esperaba, ha completado la carrera sin problemas.

Lo que ya no esperaba es que me regalara la medalla que se había ganado por participar.

Me ha dicho: “Toma. No me gustan los símbolos, pero este representa la superación. Y esta te la has ganado tú por toda una vida y por ser como eres”. Apretándola con fuerza en la mano, me ha estrechado la mía, temblorosa por el Parkinson.

“Quiero que cuando tengas momentos malos la aprietes con todas tus fuerzas y te acuerdes de hoy”.

Nos hemos mirado, y sin palabras, ha surgido esa conexión que se tiene entre buenos amigos.

Yo, como él, pienso que los símbolos no significan nada. Lo que si tiene significado son los gestos.

Y esa medalla representa para mí muchas cosas.

El saber qué si das algo sin esperar nada a cambio, al final recibes el doble.

Que no todos los compañeros del cole se portaron mal conmigo.

O que en esta vida hay dos tipos de riqueza, la material y la espiritual, y que yo soy muy afortunado por tener un amigo así y a tanta gente que me rodea y me quiere.

Tengo el sitio perfecto para ella: En la habitación de mi casa que hace de despacho, en esa estantería de pino, destartalada y descolorida por los años.

No se me ocurre un lugar mejor.

Al lado de los libros que marcaron mi vida, junto a los dibujos que mis sobrinos me han ido regalando a lo largo de su corta vida, pintados con ilusión y con cariño.

Y sí. Siempre que me haga falta la apretaré con fuerza, y pensaré en ese amigo que está lejos en la distancia, pero tan cerca en mi corazón.

Gracias, Eugenio.

Gracias, AMIGO.

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