Los mellizos

26 may 2017 · 5 mins

Nacieron un sábado 29 de septiembre, día de San Miguel, hace ya casi 10 años.

Aquel día fue el inicio de sus vidas, y un cambio enorme para el resto de nosotros.

Desde entonces mi madre pasó a ser su Amatxi (abuela en euskera), y mi padre su abuelo Don Don. Y yo… empecé a ser su tío Lulú.

Recuerdo aquel día, como si me lo hubiesen grabado a fuego.

Recuerdo a mi hermana entrando en el paritorio como si nada, después de tantas falsas alarmas, y aquel SMS diciendo que estaba de parto. Y también aquella bata verde que me empecé a poner para acompañarla porque me necesitaba.

Recuerdo a mi cuñado llegando en el último momento, todo apurado, y aquellos nervios esperando con mis padres y el resto de familiares.

Recuerdo la alegría cuando nos dijeron que habían nacido, y el subir las escaleras con pasos apresurados hacia la habitación, a por la documentación de mi hermana, mientras llamaba a mi amiga Ana gritándole de alegría que ya era tío.

Recuerdo…

Nacieron prematuros, con muy pocos meses y apenas sin peso. Estuvieron en la incubadora durante bastante tiempo. Allí los vi por primera vez. A Él y a Ella. A Ella y Él.

Es curioso, pero ya desde pequeñitos han tenido marcada su forma de ser. Él era más inquieto, y se revolvía siempre en su cunita, aunque las enfermeras hicieran lo imposible para que no se moviera. Ella era más tranquilita.

Ya en casa, siempre iba a verlos el fin de semana. Me sentaba en el sofá y los tomaba en brazos. Él siempre lloraba, pero se calmaba en cuanto sentía mi abrazo. Recuerdo su respiración, poco a poco unida a la mía, acompasada. Ella me sonreía cuando le hacía tonterías, mientras le robaba un beso al darle el biberón.

Como todas las mujeres, Ella siempre ha sido más adelantada en todo. Empezó a andar la primera; a hablar la primera; a expresarse con los ojos la primera.

Él tiene un carácter muy fuerte, idéntico al de su abuelo. Pero también tiene un corazón tan grande que no le cabe en el pecho.

Recuerdo sus zapatitos, sonando en el parqué de mi piso cuando apenas sabían andar.

Y recuerdo aquellas navidades que me hice pasar por Olentzero, y les escribí una carta diciéndoles que fuesen buenos. Él tenía miedo y se refugiaba en las faldas de su amatxi, mientras Ella se burlaba de él y miraba ilusionada sus regalos.

Ahora están en una edad en la que siempre se están peleando. Ellos no lo saben, pero se van a tener el uno al otro el resto de sus vidas. Creen que se “odian”, pero en realidad se quieren a morir.

Si tienes una hermana o hermano, y ya eres mayor, sabes a que me refiero.

El otro día discutieron delante de mí. Él empezó a decir que ojalá estuviera separado de Ella un año. Y yo… empecé a regañarle. No pude acabar la frase… de mis ojos brotaron un mar de lágrimas… recordando. Recordándome a mí y a mi hermana peleándonos de pequeños. Recordando su abrazo al salir de la consulta donde me diagnosticaron Parkinson. Y pensando, que seguramente yo no pueda cuidar de ella, como todo hermano mayor debe hacer.

Pero también recuerdo como con su mirada me intentaban animar. Y sus besos siempre que me ven. Y las guerras de cosquillas. Y aquel autobús imaginario en el que los monté un día y en el que alguna vez me piden volver a subir, haciéndolo con una sonrisa.

Ya casi han pasado diez años desde aquel 29 de septiembre.

Ya no caben en mis brazos. Poco a poco son cada vez más independientes. Pronto entrarán en una edad que renegarán de todo creyéndose el centro del universo.

Pero algún día, cuando sean mayores, recordarán a su tío Lulú con una sonrisa en la cara pensando en las pequeñas cosas que nos fueron uniendo y en lo mucho que les quería.

Os quiero mucho, sinvergüenzas.

Los mellizos

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