Relatos Insomnes (II)

19 may 2017 · 3 mins

De repente se oyeron unos ruidos en el vagón de al lado e instintivamente surgió en mí la necesidad de ir hacia aquel lugar. Quise despedirme de Soledad (de mi soledad), pero al volverme hacia ella había desaparecido. Sentí alivio y una cierta melancolía.

Caminé hacia aquel vagón hasta que pude distinguir la silueta de tres personas: Un niño regordete, una niña más pequeña, y, por último, una anciana que parecía ser su abuela.

Al descubrir quienes eran se me llenaron los ojos de lágrimas: Éramos mi abuela, mi hermana y yo.

Yo debía tener doce años, y se me veía feliz. Vestía un polo amarillo y tenía el pelo alborotado, como lo llevaba entonces. Todavía mis compañeros de clase no se metían conmigo. Recuerdo que soñaba con ser astronauta o investigador, imaginando aventuras como en aquellos libros que devoraba, de los gemelos de Lakeport, los Hollister o los tres investigadores.

Mi hermana debía tener unos 9 años, llevaba un vestido de florecitas al estilo de la casa de la pradera, y en su cabeza dos trenzas. Siempre había llevado el pelo muy largo hasta que una operación la hizo permanecer en cama más de un mes y tuvo que cortárselo.

Esa dichosa operación… El día antes mi padre y yo nos quedamos en casa. Me refugié debajo del albornoz de mi madre, que estaba colgado en el baño, y me puse a llorar y a rezar por ella, para que todo saliera bien.

Respecto a mi abuela, no pude calcular su edad. Para mí siempre fue mayor. Vestía de luto por su marido, con una camisola gris a lunares, y una falda negra. Tenía la cara llena de arrugas y muy curtida, por el Sol y por todas las penurias que había pasado para criar a sus hijos. Como muchas familias, tuvo que emigrar al norte para conseguir salir adelante.

Es curioso, pero siempre la asocio al olor a naftalina. Supongo que es porque cuando no vivía con nosotros me encerraba en su cuarto y me tumbaba en su cama para leer, junto a un armario muy viejo donde guardaba su ropa.

También recuerdo el día de su muerte. Debía ser sábado a media mañana, porque estábamos en la cama. Tocaron el timbre y oí a mi madre decir asustada “¿Si?, ¿ya está?”. Todos empezamos a llorar sin decir palabra. Quizás por eso no me gusta dormir hasta tarde, ni me gusta la muerte.

Para mi madre fue un golpe muy fuerte. Mi abuela siempre la quiso como a una hija, desde aquel día que apareció en sus vidas “robándoles” a su único hijo varón.

Abrumado me senté a lo lejos observando cómo reían y jugaban entre ellos. Poco a poco cerré mis ojos, mientras comprendía que significaban aquel tren, aquel viaje. Era el viaje de mi vida.

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