Últimamente no duermo mucho, así que para matar el tiempo se me ocurren algunas reflexiones y relatos.
De momento aquí va uno:
….
Abrí los ojos.
“¿Dónde estoy?” -Me pregunté aturdido.
Poco a poco mi mente se fue despejando, hasta reconocer el sitio en el que me encontraba: una estación de tren. Me toqué el pecho instintivamente, y en el bolsillo de la chaqueta encontré un billete en el que se leía: “Destino a ninguna parte”.
Vacilando me acerqué al andén donde un tren estaba esperándome. Era todo muy extraño: No había revisor, ni pasajeros, ni ningún tipo de sonido. Sólo un silencio sepulcral que helaba la sangre.
Subí al tren con pasos temblorosos y fui recorriendo los vagones uno a uno, deseando encontrar a alguien. Nadie, no había nadie. Sólo ese silencio.
Mientras tanto el tren se puso en marcha, cómo si sólo estuviera esperándome a mí. Yo era su único pasajero.
Seguí caminando por los vagones. De repente, a lo lejos, en el último vagón, distinguí una silueta. Conforme me iba acercando, su figura se iba haciendo más nítida, hasta distinguir la forma de una mujer.
Me coloqué a distancia para observarla. Era una joven sentada con los ojos cerrados y las manos sobre sus rodillas. Llevaba un vestido blanco de seda. Me recordó a una novia a punto de entrar al altar, meditando el paso que iba a dar.
Su pelo era rubio, largo, aunque llevaba un recogido que dejaba ver un cuello también largo y esbelto.
Durante unos instantes me quedé embelesado viendo su cara. Era alargada y muy fina, pálida, aunque también irradiaba paz.
Cuando me di cuenta ella había abierto los ojos y estaba mirándome. Su mirada era penetrante, como si quisiera ver en mi interior.
Sin saber muy bien porqué sostuve su mirada y sacando fuerzas de flaqueza me armé de valor y le pregunté su nombre.
Y sólo con su mirada penetrante, sin articular palabra, me respondió: “Soledad”