La regla del tiempo

3 jul 2025 · 4 mins

Hace apenas unos días, como cada 1 de julio, fue mi cumpleaños: Ni más ni menos que cincuenta y tres primaveras, que se me han pasado en un plis-plas.

Ese hito, ya habíendolo reposado unos cuantos días, me hizo pensar en el tiempo, la cuarta dimensión física.

Según la wikipedia, el tiempo (del latín tempus) es una magnitud física con la que se mide la duración o separación de acontecimientos, y que se cuantifica en unidades básicas llamadas segundos.

Por tanto, el tiempo que transcurre desde el nacimiento hasta la muerte de un ser vivo, sería su vida, cuantificada en años.

Según mi prima Ange, que acumula en ella mucha más sabiduría que toda la wikipedia junta, la vida se puede representar con una regla, como aquellas que utilizábamos en las clases de dibujo técnico en nuestra infancia.

En estas reglas, que lo mismo te servían para ayudarte a dibujar líneas rectas que para atizarle a tu compañero de clase revoltoso, el número cien indicaba cien centímetros, pero en la regla vital y figurada de mi prima, ese cien representa cien años, que serían los años que uno, hipotéticamente, podría vivir.

— Mira, primo —me dijo mi prima, un día que me pilló de bajón, hundido en mi depresión— de esos cien años, lo normal es que uno llegue más o menos bien a los setenta y pico, o sea, que como tú tienes ya la cincuentena a tus espaldas, y tienes a Parki subido a la chepa, espabila de una vez y aplícate el cuento.

El problema que yo veo es que las rayitas que dividen la puñetera regla vital, aunque a simple vista sean divisiones uniformes, para mí no es así, subjetivamente hablando.

De hecho, todo depende de lo cerca o lejos que estés de sus extremos.

Cuando eres pequeño, y estás más cerca del cero, ves el cien muy lejano, y parece que el tiempo se te eterniza. Los años (aparentemente) se te hacen larguísimos, y ves que la marca del dieciocho –esa en la que crees que todo va a cambiar, porque vas a ser libre y hacer lo que quieras, iluso de tí– no va a llegar nunca.

Ya más tarde, en tu vida ya adulta, cuando has conseguido pasar de la marca del cincuenta, si las cosas te van bien, las divisiones son más cortas de lo que te gustaría, y, al contrario, cuando las cosas se ponen cuesta arriba, estas se agrandan y agrandan.

Miras hacia atrás y te das cuenta de que hay hitos de los que estás orgulloso y otros que hubieras hecho de otra forma, o que directamente no hubieses hecho, sin darte cuenta de que en aquel preciso momento no tenías ni las vivencias ni las experiencias que cuelgan de la mochila de tu espalda.

Te acuerdas de los domingos en el río con tu familia, o de las noches de verano en el caserío de Sunbilla, y de tus locuras de juventud con tu cuadrilla de siempre haciendo acampada libre.

O de los años en la universidad, clavando los codos, y del estrés y de las satisfacciones del trabajo.

O del nacimiento de tus sobrinos mellizos, y del día que te convertiste, sin quererlo y para siempre, en su tío Lulú.

O de los kilómetros y kilómetros recorridos trotando por el monte, disfrutando de la naturaleza con tu pareja.

O de tus compañeros parkinsonianos…

Así que aplícate el cuento y hazle caso a mi prima Ange, intentando disfrutar del paso de cada división, porque un día, el que menos te esperes, será la última división de tu regla vital.

La regla del tiempo

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