Adelita

11 abr 2025 · 6 mins

Lo bueno de tener que exponerme (de nuevo) a los medios de comunicación en la semana del Parkinson es que la llama de la inspiración se ha vuelto a encender en mí con fuerza, así que seguramente brotarán de la fuente de mi cerebro miles de ideas, de las cuales, sólo algunas, se convertirán en entradas de este blog, tecleadas torpemente por las yemas de mis dedos, hasta que dicha llama se vaya extinguiendo lentamente, muy poquito a poco.

Así que, querido lector-sufridor, tendremos que aprovechar el momento.

Aquí va la primera de ellas, que tiene que ver con salirse de la zona de confort.

Si consultamos a ChatGPT, algo mu moderno en nuestro tiempo, antes de que vengan los Terminators del futuro y nos joroben nuestro presente, la zona de confort es:

Ese espacio en el que te sientes seguro, cómodo y en control, donde se reducen al mínimo el estrés y la incertidumbre. Es el entorno de hábitos y rutinas familiares que, si bien proporcionan estabilidad, pueden limitar el crecimiento personal y profesional al no desafiar tus límites ni fomentar el aprendizaje de nuevas habilidades.

Desde mi humilde experiencia, salirse de la zona de control, si lo consigues, es la leche (diciéndolo suavemente).

Yo salgo de mi zona de confort hablando en público: Al conceder este tipo de entrevistas, o al escribir cartas a los periódicos o en mi blog, con la esperanza de que alguna de mis locuelas ideas pueda calar y ayudar a alguien.

Soy consciente de que, con ello, corro un cierto riesgo.

Por un lado, me expongo al qué dirán o al qué pensarán de mí; o incluso, si me apuras, al qué me consideren un prepotente, egocéntrico o algo parecido.

Pero es que, eso es, precisamente, lo que significa salirse de la zona de control: Salir del calor confortable de tu cama, levantarte y exponerte al frio intenso del exterior.

En mi caso, el tener fuerzas para ello, me lo ha dado la madurez, y también, porqué no, el Parkinson.

Y eso que la cosa no pintaba nada bien.

Si rebobino la cinta VHS de mi vida —algo que, si eres muy joven, te sonará a chino—, hay varios momentos en los que intenté salirme de mi zona de confort, cuando aún no sabía ni lo que era eso, y que terminaron regulinchi.

El primero de ellos, el que más me marcó, fué también el que me provocó mi mayor trauma: El de hablar en público.

Ocurrió un poco antes de mi comunión, cuando yo era un colegial de 2º de la E.G.B.; un mozalbete tímido y regordete.
Antes de la era de las consolas; mucho antes de la Nintendo NES; y muchísimo antes de la PlayStation; e incluso antes de las GameWatch o de los relojes calculadora con forma de Transformers.

Todo empezó el fatídico día en el que nuestros padres trajeron a casa un radiocasete de color gris metalizado (por supuesto, con un solo altavoz y manual-reverse) y varias cintas magnetofónicas, una de ellas de “Los dos Españoles”, un par de individuos en pose muy parecida a la del “Duo dinámico”, pero que cantaban mejicanas, una de ellas titulada “Adelita”.

Sí, sí, seguro que, inconscientemente, ya la estarás tarareando para tus adentros: “Si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar…”.

Eso por si mismo, no debería ser ningún problema.

Pero, unido a la indudable buena intención de nuestra profesora de música de hacernos salir a la pizarra a deleitar al resto de compañeros con nuestras habilidades artísticas, y a mi maravillosa idea de cantar la canción delante de la clase, hizo el resto.

Me llevó días preparar mi primera salida de la zona de confort; horas y horas delante del espejo, con el radiocasete a todo trapo, con la dichosa canción sonando en él una y otra vez, ensayando sin parar, hasta aprenderme, de memoria, cada estrofa de “Adelita”.

Y es que, esa era la única posibilidad que tenía de salir airoso de aquel embrollo, teniendo en cuenta mis malogradas dotes musicales tocando la flauta.

El problema sobrevino, al fin, al ponerme delante de mis compañeros, que, como podréis figurar, estaban deseosos de oírme cantar.

Teniendo en cuenta que, por aquel entonces, no existía en el diccionario ni la palabra karaoke, mis alaridos a cappella hicieron el deleite de mis compañeros, mientras yo los miraba, medio mareado y desorientado, embriagado por el olor inconfundible del miedo escénico, intentando acabar, a toda costa, la canción, con el ruido de fondo de las risas del auditorio.

Aquella experiencia me hizo volver con el rabo entre las piernas a mi zona de confort, de la que me costó salir muchísimo tiempo, encerrándome en mi burbuja de timidez.

Así que ahora, cuando tengo que hablar en público, mi particular forma de salir de la zona de confort, me lío la manta a la cabeza y me lanzo sin pensarlo demasiado.

Acordándome siempre de aquel primer intento, de cada una de las malditas estrofas de “Adelita”, del maravilloso día que pasaron mis compañeros… y de lo lejos que he llegado.

Adelita

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