A pesar de mis temblores, la noche transcurrió tranquila y sin complicaciones, pudiendo descansar lo suficiente. Me levanté varias veces para ir al baño, en medio de la noche, con precaución, siendo plenamente consciente de lo que me jugaba.
En la última de mis visitas al baño, pude asomarme, al fin, por la ventana, descubriendo un bonito amanecer, que presagiaba un día frío y luminoso, y lleno de emociones.
Desactivé la calefacción, que me había mantenido calentito durante la noche, y entorné parcialmente la ventana, todo lo que dió de sí, para poder respirar un poquito del aire exterior. Poco a poco, las luces del edificio de enfrente empezaron a encenderse, presagiando que era lunes, y que el fin de semana había llegado a su fin.
Me esperaba un día intenso, así que sin pensármelo dos veces, volví al baño, me quité mi pijama del increíble Hulk y me dispuse a asearme como el día anterior, frotándome con la esponja con decisión, mojando la piel desnuda, que no estaba tapada por las vendas, justo un poquito antes de que apareciera un nuevo auxiliar de enfermería por la puerta, tan hábil como los anteriores, pilotando una silla de ruedas, el vehículo que me llevaría por los pasillos de la clínica, hasta la zona donde me iban a realizar el último TAC, el definitivo.
Tras el viaje en silla de ruedas, llegamos a nuestro destino:
Sin apenas ayuda, senté mi trasero en la camilla del escáner, en la que me tumbé, ante los asombrados ojos del auxiliar, que no se creía que estuviera tan espabilado. Tras arrastrar mi cuerpo por la camilla cuan zigzagueante culebra, pude colocarme, al fin, en la posición correcta.
Una enfermera terminó de ajustarme una especie de almohadillas alrededor del cuello, para inmovilizar mi cabeza, y evitar que los temblores de mi pierna se contagiaran a ella, como cuando pisas el embrague del coche, y desconectas el motor del resto de la transmisión, y acabó su faena poniéndome unos enormes cascos auriculares, por donde podía oir las órdenes que me irían dando.
En mi mano derecha, mi pelotita amarilla, y en la izquierda, una especie de timbre en forma de pera, y que me serviría para detener el proceso, en el hipotético caso de que me sintiera mal.
Coloqué la lengua como tantas veces, pegada al paladar, inmóvil, pero dejé mis ojos abiertos, concentrando la mirada en la foto de un cielo azul lleno de nubes blancas e inmaculadas, que se encontraba estratégicamente colocada en el techo, y que seguramente servía, junto con la música que salía por los auriculares, para relajarse y estar tranquilo.
Tras unos pocos minutos, por los auriculares recibí el ok, y el TAC estuvo listo.
Me volví a sentar en la silla, y sin casi darme tiempo para recuperarme, el auxiliar tiró de la misma, volviendo a llevarme por los pasillos, raudo y veloz, casi derrapando.
En pocos minutos recorrimos el camino hasta llegar a la quinta planta, y después de preguntar donde dejaba el paquete, el auxiliar me aparcó en una habitación en la que nunca había estado, pero que me era enormemente familiar.
En frente mía, un viejo ordenador puesto en stand-by, con su hipnótico botón de encendido parpadeando, y que me animaba a pulsarlo, cosa que no hice, por supuesto…
A su lado, los manuales de varios programas de ordenador, software sin duda obsoleto, y los disquetes que los contenían, de diferentes formatos, de tres pulgadas y media y hasta de cinco y cuarto, permanecían en sus cajas, ordenados y olvidados en el interior de una estantería con las puertas acristaladas, sobre la que reposaban una serie de aparatos electrónicos, que mi olfato de ingeniero experimentado identificó como unos antiguos generadores de señal, algo así como una versión para hacer pruebas y gigante del miniaturizado estimulador neuronal que se alojaba en mi pecho.
Y a mi lado, junto a mi… otra estantería, un armazón esquelético lleno de decenas de conectores; cables y cables de diferentes colores, con sus conexiones de banana, enchufados por uno de sus extremos a una especie de base, que me recordaba a una placa de montaje de circuitos de mis tiempos de estudiante, una especie de concentrador de todos los cables que tenía conectados, y del que salía un cable USB, preparado para conectarse al vetusto ordenador situado en frente.
Después de esperar unos minutos, que se me pasaron en segundos, imaginándome feliz, manipulando y cacharreando con tanto trasto, apareció por el quicio de la puerta, sonriendo como siempre, la doctora Avilés, seguida de su séquito de estudiantes, junto con otro doctor, más madurito, el neurofisiólogo encargado de todas las conexiones y medidas eléctricas durante mi pasada intervención quirúrgica.
El doctor empezó a manipular la pantalla de la tablet, y después de esperar unos segundos, mis temblores aparecieron representados gráficamente en la misma.
En poco rato, los datos estaban guardados temporalmente en la tablet, y mirándome nuevamente de reojo, informó a sus secuaces… Ahora, pulsando en esta opción, podéis descargarlos para su uso y almacenaje definitivo en un fichero con formato JSON (yeison, pronunciado por él, en un perfecto inglés), a lo que yo asentí afirmativamente con la cabeza, a modo de aprobación.
Unos pocos minutos más y llegó el momento que tanto estaba esperando… la conexión y el final de mi intervención; mi actualización de firmware particular, después de notar el ya familiar cosquilleo, recorriendo mis extremidades.
Y, después de esto… la paz y la calma total, el cese instantáneo y milagroso de mis temblores que me permitió, por fin, dejar de maltratar y manosear mi pelotita sonriente.
Tras unos minutos en los que permanecí sólo y en silencio, aparcado nuevamente en el pasillo, saboreando cada nanosegundo de calma, el auxiliar me devolvió nuevamente a mi habitación, la 610, donde esperé plácidamente a que llegara la hora de la comida, recibiendo un poco antes una dosis de levodopa, de tres cuartos de pastilla de Sinemet, y la orden definitiva de su pautado: cada cada cuatro horas, en horario diurno, y comenzando a las 8 de la mañana, como antes de mi intervención.
Poco después de la comida, volví a recibir la visita de la doctora Avilés, mi neuróloga, dándome las últimas instrucciones:
Sobre las seis de la tarde, y ya con el alta médica en mi poder, mi particular salvoconducto de libertad, crucé las puertas de la clínica para volver a casa, acompañado de Marian, mi hermana y mi cuñado, y que es donde desde entonces me encuentro, prácticamente recluido, y escribiendo estas líneas en frente de mi portátil, intentando poner a prueba mi memoria, recordando todo el proceso.
Y, como colofón de todo este serial quirurgil, que espero que no haya sido muy aburrido… han pasado ya dos semanas de mi operación.
Poco a poco, mis dolores han ido remitiendo, me voy recuperando lentamente y mis heridas van cicatrizando adecuadamente.
Las punzadas de dolor de mi ojo izquierdo, tan agudas y desagradables en algunas ocasiones, han desaparecido, al mismo tiempo que mi ingesta de analgésicos se ha ido reduciendo con el paso de los días.
Y, aunque mis temblores han vuelto a los niveles de antes de la operación, como era previsible al desinflamarse el cerebro, y la sensación de mareo al estar en pie sigue molestándome, tanto la potencia del estimulador, como la dosis de medicación son mínimas, proporcionándome una mejor “ventana terapéutica”.
En fin… sólo queda esperar y ser paciente.
Esperar pacientemente, a que dentro de más o menos un mes, llegue la fecha de la consulta con la doctora Avilés, mi neuróloga, y reconfigure de nuevo, y esperando que durante un largo periodo de tiempo, mi estimulador neuronal.