Si, lo sé.
Antes de que los puristas se me tiren al cuello, lo confieso.
Ya sé que la canción es “parole, parole”, que en italiano significa “palabras, palabras”, pero, que queréis que os diga, me he permitido la licencia.
Hace unos días, volví a recibir una nueva llamada telefónica.
Y, continuando con esta especie de juego de roll en el que se ha convertido la implantación de los neuro estimuladores en el cerebro, la misma voz, dulce y misteriosa, volvió a darme, de nuevo, más instrucciones:
Y, a continuación, prosiguió:
Pasaron los días, y, de nuevo, la misma voz, dándome las instrucciones:
Después de una breve pausa, como dándome tiempo para procesar la orden, prosiguió:
Y, tras oírse un “glup”, procedente de mi garganta, y con el que casi me atraganto, continuó:
Sin apenas darme tiempo a replica, finalizó:
¡Imagínate qué sensación!
Es como decirle a un caballero medieval, todo forrado y cargado de armas, que vaya quitándose todo, poco a poco, hasta quedarse desnudo.
“Ese casco protector, !fuera!”
“Tu armadura reluciente, ¡quÍtatela de un plumazo!”
“Tu espada, ¡al infierno con ella!”
“¡Quítate todo, hasta la cota de malla!”
Pero además, para agravar más la situación, hacía tan sólo unos días, me encontraba montado en el vertiginoso tren que supone el estrés del trabajo, cuando me apeé, saltando de repente, casi sin previo aviso, gracias a una baja médica, la primera en cinco años de parkinsoniano.
Es mareante.
Te sientes como Sir Arthur, el protagonista del arcade “Ghost’n Goblins’, cuando se queda en cueros, desprovisto de su armadura, y, para más inri, utilizando como arma, ese birrioso y arrojadizo fuego.
Así que, para despejarme, me he lanzado a trotar, o por lo menos intentarlo, por uno de mis recorridos favoritos: el que llega, literalmente, al “paseo de la esperanza”.
Nada más empezar a caminar, cuando llevaba recorridos apenas una decena de pasos, mi pierna derecha empezó a fallar, víctima de la falta de combustible.
… pensé, mísero de mí.
Sin querer resignarme, he metido la mano en el bolsillo, y, como no quiere la cosa… ¡zas, media pastilla de sinemet a la boca!
Y, como cuando Popeye se pone a pelear con Bruto, sin esperar a los efectos milagrosos de la espinaca, me he lanzado, de nuevo, a trotar por el paseo.
Uno, dos, tres, cuatro…
Media vuelta, trotando, esta vez, al revés… cinco, seis, siete…
Y, para poder conseguir llegar a mi deseado destino, he empezado a fijarme en cada una de las farolas, que, de manera estratégica, estaban dispuestas por mi camino.
Y, no sé muy bien por qué, he empezado a tararear, probablemente víctima de la escasa medicación que ya quedaba en mi cuerpo, eso de “farole, farole, farole”
Y es que, querido diario, no he encontrado otra cosa mejor para distraer a mi cerebro, y así, hacer funcionar a mi pierna.
Al principio, me costaba llegar a la siguiente farola, hasta tal punto, que he acabado contando la distancia, en pasos, que las separaba: Nada más, y nada menos, que veinte pasos, arrastrados, uno a uno, por este maltrecho parkinsoniano.
Conforme iba pasando el tiempo, no sé muy bien si por estar distraído, o porque la levodopa iba llegando, poco a poco, a las neuronas de mi cerebro, se iba incrementando, farola a farola, mi contador particular: Una, dos, tres…diez.
Al principio, eran enormes, muy altas y de color acero desangelado.
Después, conforme iba avanzando y cambiaba el terreno, pasaron a ser más bajitas, y bicolores: Marrón en su tronco, y amarillo viejuno en el propio farol.
Poco a poco, andando hacia adelante, girando y andando hacia atrás, he ido coleccionando más y más tipos de farolas: Unas, como cerillas, con el farol diminuto, en forma de cabeza de fósforo; Otras con forma de gancho, de forma indescriptible…
Y así, como quien no quiere la cosa, he acabado en donde un día empecé a escribir este blog, en “el paseo de la esperanza”, lindado por los raíles del tren, que, hace muchos años, cuando era un jovenzuelo, suponía el finisterre de mis paseos, tan lejano de Ansoáin, mi querido barrio.
Y así, cantando de esa manera tan tonta, he conseguido distraerme.
Esperando, impaciente, la llegada del domingo, ya por la tarde, y ver el alcance real y los daños colaterales, con los que Parki me ha ido obsequiando, desde hace ya cinco años.
Tan sólo cantando: