Por fin.
El día que tanto esperaba, ha llegado.
Faltan un par de horas para atravesar la puerta de la Clínica Universidad de Navarra, y de esa manera empezar con los primeros trámites, las primeras consultas para “la instalación” (burdamente hablando) de unos neuro estimuladores cerebrales que me ayuden a poner a raya a Parki, que últimamente se me ha amotinado, rebelándose cual grumete descarado, más de lo deseado.
Han pasado sólo cinco días desde que, cuando más distraído me encontraba, la luz LED del teléfono móvil, parpadeando de manera intermitente, y el zumbido de su vibración hicieran que mi atención se desviara de la pantalla del ordenador del trabajo, donde, mi mente, con poco éxito, se afanaba en controlar el temblor de mis dedos, para escribir, de una maldita vez, las pocas líneas de código que me quedaban para terminar los cambios en uno de mis programas.
Una ristra de interminables números, bailando por la pantalla, hicieron que descolgara el teléfono de manera instintiva.
Pasados unos segundos, tras el siempre protocolario ¿dígame?, una mujer con voz dulce y sosegada y que se identificó como enfermera de neurología de la clínica Universidad de Navarra, me anunciaba la noticia.
Al colgar, no me lo podía creer.
Después de más de ocho meses de interminable espera, sintiéndome, día tras día, como el protagonista de ese videoclip de los ochenta, repitiendo una y otra vez el estribillo pegadizo de la canción “Call me now”, de Spagna, esperando la anhelada llamada, que nunca llegaba.
Al pasar de los días me he ido poniendo cada vez un poquito más nervioso, y, por unos momentos, me he sentido como aquel estudiante universitario que fui una vez, hace ya bastante tiempo, cuando, los días previos al examen, en medio de un manojo de nervios, entraba en una especie de trance, abandonando la consciencia de este mundo y repasaba mentalmente todo lo que había aprendido, visualizando y materializando en mi mente cada uno de los esquemas y trucos nemotécnicos que me habían ayudado a comprender aquello que, sobre todo al principio, me resultaba tan complejo de entender.
Es curioso.
Esta vez, al contrario que en otras, no me estoy autoflagelado con mi látigo de siete puntas que suponen los malditos “y si…” que siempre me han acompañado en las mayores decisiones de mi vida, esas bifurcaciones en el camino que todos, más temprano que tarde, recorremos en la senda de nuestro destino.
Quizás sea que me estoy haciendo mayor, al venirme a la mente que este año, si nadie ni nada lo remedia, tendré que reunir el suficiente aire en los pulmones como para soplar de una vez las cincuenta velas en la tarta de cumpleaños.
O, a lo mejor, estoy ya un poco harto de intentar, con mi soplido, alterar el resultado en mi siguiente tirada de dados.
Suena un poco raro, pero esta vez, por primera vez desde hace ya cinco años, no tendré ante mí al Dr. Clavero, mi neurólogo, con su mirada penetrante, escuchando con atención lo que me pasa.
Me siento como cuando uno cambia de cole, o llega al instituto o a la universidad, o, si me apuras, a un nuevo trabajo, donde todo empieza de cero.
Después de pasar un maravilloso día de playa con Marian intentando, sin éxito, olfatear en el ambiente la sal del mar, y probando, gracias a un torpe traspiés, el barro del camino, y tomar un relajante baño al llegar a casa, me he puesto a la faena.
Me he armado de valor y he ido completando mi ficha Word, la de aplicado parkinsoniano.
Sí, ya sabes, esa que, poco a poco, a base de práctica, he ido perfeccionando para informar de mi estado a al neurólogo, al comienzo de cada uno de nuestros encuentros.
A continuación he impreso una tras otra, todas las fichas que ya tengo en mi colección, esa que inicié aquel día, 31 de octubre del 2.016, cuando Parki se presentó de manera oficial en mi vida y en la de los que me rodean.
Finalmente, he escrito una especie de carta, a modo de presentación y me he acostado, ya tarde, dejando pasar las horas.
Y cuando me he levantado, aletargado, medio dormido, me he mirado al espejo, y me he dicho…
¡Qué leches!
¡Hoy puede ser un gran día!