Ha pasado más de un año desde que empezó esta pesadilla del coronavirus.
Todo comenzó como si nada, como si fuese un juego, con una especie de vacaciones forzadas, con nuestras casas a modo de hotel, en dónde, si tenías suerte, te tocaba la habitación con terraza.
Todavía resuenan en mis oídos aquellas huecas palabras del presidente del gobierno, en el que, ni el mismo, sabía de lo que hablaba, ni de lo que se avecinaba.
Al principio la cosa molaba, he de confesarlo.
Conseguía organizarme y empezaba a teletrabajar muy pronto por la mañana.
Y, en lo que en antaño era mi hora forzada del café en el trabajo, bajaba a por el pan.
Todos los días eran lo mismo.
Me pintaba la cara de camuflaje, me deslizaba por las escaleras del rellano, procurando no tocar nada, y me adentraba, sigilosamente, en la soledad de las calles, vacías del estridente ruido del motor de los coches.
Y, aunque apenas eran unos doscientos metros los que me separaban de la panadería más cercana, parecían kilómetros, intentando sortear la mirada inquisidora de algún que otro francotirador apostado en su ventana, apuntándome con su fusil y declarándome culpable tan sólo por ir con las manos vacías o por no tener el salvoconducto que proporcionaba el ser el afortunado dueño de una mascota.
La vuelta, ya con el pan bajo el brazo, era distinta.
Te sentías invencible.
Era como comerte una pildorita del ComeCocos, así que te permitías el lujo de adentrarte en el laberinto de las calles, sin miedo a que apareciera un fantasma y te devolviese a la casilla de salida, perdiendo una vida.
La primera vez que me sentí así no lo dudé ni un minuto, y, esperando que el tiempo extra de vida de la pildorita fuese suficiente, dirigí mis pasos hacia el portal donde he vivido más de media vida, y que es donde viven mis padres, ya mayores, de ochenta y cinco y setenta y nueve años, respectivamente.
Miré hacia los lados, y cuando vi que estaba solo, me introduje en el portal, me dejé llevar por el ascensor y giré la llave en la cerradura de casa, esa llave que todavía conservo.
Y, manteniéndome alejado de ellos, separados por la distancia entre la puerta y el cuarto de estar, les llamé.
Esa sensación fue indescriptible.
Primero, sorpresa.
Luego, alegría por el reencuentro.
Después, frustración por no poder tocarnos, por no poder abrazarnos, como si una barrera , invisible e infranqueable, nos separase.
Apenas estuve con ellos unos minutos, intentando vencer el miedo a hacerles daño, con mi sóla presencia.
Después, ya en la calle, lágrimas de emoción, al volver mi mirada hacia su balcón, y ver cómo agitaban sus manos.
Tímidamente miré hacia el resto de los balcones, y, como si hubiesen adivinado lo que acababa de hacer, los vecinos, gente que me conoce de toda la vida, me saludaban. Y, donde yo esperaba desaprobación, encontré miradas de comprensión.
Después fui volviendo, unas veces para llevarles provisiones, otras veces porque la morriña me obligaba a hacerlo, pero siempre manteniendo las medidas de seguridad, rezando para que el puñetero coronavirus no los atacara, inmisericorde.
Ha pasado el tiempo, mucho tiempo, demasiado.
Queda lejos ya aquella primera escapada, en el pleistoceno del primer confinamiento.
Vamos ya por la enésima ola.
La muerte ha segado demasiadas vidas de inocentes, tocándolas, sin piedad, con su gélido y huesudo dedo.
Esta pandemia se ha cebado con mucha gente.
Muchos jóvenes se han revelado, no dispuestos a renunciar a esos años especiales que nosotros ya vivimos.
Muchos han perdido el trabajo, o lo han mal encontrado.
Muchos mayores se han dado por vencidos y ya no saldrán más de sus casas.
Pero hoy, cuando menos, hay una esperanza, en forma de vacunas.
No son perfectas.
Están envueltas de incertidumbres, de inseguridades.
De lo malo y de lo bueno de esta humanidad deshumanizada.
Pero son una solución, y a eso hay que aferrarse.
Me da igual lo que diga el Miguel Bosé de turno.
Al carajo las Victorias Abriles.
Hoy, por fin, aunque con mascarilla, he llorado de nuevo, lo confieso.
Al sentir, al abrazar y besar a mis padres, al estar ya vacunados.
Y por eso la entrada de hoy del blog tiene ese título tan raro.
De vacunas y confesiones.