Hoy, como casi todos los días, he ido a pasear.
Y como casi siempre, mis pies me han llevado sin rumbo.
Hoy caían unas gotas de lluvia y el cielo estaba encapotado, todo manchado de gris, así que he paseado por mi barrio.
Un paseo sosegado, por las calles que siempre he conocido.
Todavía no lo he dicho, pero mi barrio es Ansoain.
Si. Ansoain, con acento en la “a”, en lugar de la “i”, y terminado en “n fuerte”.
O si lo prefieres, Antsoain en euskera.
He crecido con él. O mejor, él conmigo.
Y se lo que me digo, porque tengo ya 45 años.
Y de ellos, todos los he vivido aquí, en mi barrio, desde que nací.
Hacinado en aquellas prefabricadas que eran un horno y en donde escondidos en sus bajos, alguno que otro probó su primer beso.
O correteando por sus calles sin asfaltar, llenas de baches y montículos de arena donde hacíamos cuevas y escondíamos a nuestros indios y vaqueros.
O metido en aquel 600 que siempre estaba aparcado en frente de la calle Lerín, jugando al escondite, o “al churro, media manga, manga entera” en el parque de Lapurbide, con su barca de hierro oxidado y aquel tobogán enorme “mata niños”.
O corriendo como alma que lleva el diablo para llegar al campo de fútbol y jugar “al guá” con aquellas canicas enormes, al salir de aquel colegio reluciente y recién estrenado, aquellas tardes de viernes.
O disfrazado en carnaval, con aquellos trajes tan elegantes, hechos de bolsas de basura, y con la cara toda tiznada de corcho quemado.
O en fiestas del barrio, donde al principio había vaquillas, y autos de choque “para mayores” en el “campo de delante”, y siempre ponían alguna canción de Chiquetete, o “Mamma Maria” de Ricchi E Poveri, o “Pan de Higo” de Rosendo, y que podías escuchar sentando cómodamente en el balcón de tu casa.
O, también en fiestas, cuando cambiabas cromos de fútbol, o te gastabas el dinero en el “tirapichón” para conseguir algún que otro peluche, mientras una orquesta tocaba en el baile, o esperabas en la cola para coger chocolate con churros, y pensabas que eran las mejores fiestas del mundo.
O en medio de un incendio en mitad de la noche, cuando se quemó aquella tienda de deportes, y todos salimos en pijama y bata mirando como los bomberos apagaban las llamas.
Durante un tiempo mi barrio estuvo aletargado, como un oso hiberna en las tardes frías de invierno.
Era un tiempo donde si decías “vivo en Ansoain” te miraban mal, y hasta se ponían a temblar. Donde nadie se atrevía a meterse con nosotros, a riesgo de salir “apaleado” por la piña que formábamos.
Poco a poco yo me fui haciendo mayor, y mi barrio conmigo.
Aquella escuela paso de ser “algo para niños” a ser el refugio donde los adolescentes nos tumbábamos en la hierba del “yerbín”, escuchando música heavy, en la prehistoria del botellón.
Y con el paso del tiempo, mi barrio pasó de pertenecer a una cendea a tener ayuntamiento propio, como un hijo se emancipa, abandonando la protección del hogar.
Y el barrio empezó a crecer, y nacieron nuevas calles, que se fueron poblando de gentes, algunas de fuera, aunque, sobre todo, de aquellos críos y crías que crecieron en él.
Hoy en lugar del “campo de delante” está la Iglesia.
Y la plaza del ayuntamiento guarda en sus entrañas el campo de fútbol.
Y la escuela sigue siendo la escuela, donde siempre ha estado Mariaje, su portera.
Hoy cualquiera diría que mi barrio está muy cambiado, irreconocible.
Pero yo lo sigo viendo igual, porque para mí siempre será mí barrio, Ansoain, con acento en la “a”, en lugar de la “i”, y terminado en “n fuerte”.